Madrid · Relatos

El peso del dinero

A los pocos días de llegar a Madrid, empecé a notar una presión inusitada sobre el cuello. En primera instancia pensé que sería consecuencia del cambio de altura o de la contaminación. El peso aumentaba por días y mi figura se encorvaba progresivamente. Una tarde que paseaba por las inmediaciones de Atocha, el agotamiento me obligó a detenerme en una de las entradas principales. La gente entraba a cuentagotas constantes mientras salía en mareas periódicas. Mis ojos se centraban en las formas que describían las espaldas. Asombrosamente, la proporción de chepudos era aplastante entre la población adulta.

De entre la muchedumbre salió un señor que, aun bordear la jubilación, mantenía una posición envidiablemente recta. Sin pensármelo dos veces, me abalancé sobre él. “Perdone, buen hombre, ¿cuál es su secreto para no tener chepa?”. Gentilmente, el señor detuvo su marcha y me examinó unos segundos. Sacó la billetera del pantalón del traje, la extendió y me la puso delante de mis ojos. “¿Ves esta cartera? Hace unos años estaba vacía. Casi no llegaba a fin de mes. La presión de Madrid no me dejaba respirar. Mira ahora, ¡está llena de billetes y tarjetas con crédito suficiente como para comprarme la Cibeles!” A continuación, el hombre posó sus manos sobre mi cuello y recorrió la curva con suavidad.“Ahá, me lo temía. Esta chepa es la típica que se os queda a todos los pobres. Toma algo para que levantes un poco la cabeza”, dijo a la par que me extendía un billete de 100€. Como por arte de magia, la presión remitió. “¿Lo ves? Ahora, ¡gánalos por ti mismo!”, sentenció arrebatándome el billete y el alivio.

Nunca había sido pobre. A decir verdad, nunca había tenido la necesidad de llegarme a plantear lo que era. Hasta entonces, en otras ciudades, había podido alquilar una morada humilde, hacer una lista de la compra que incluyera aceite de oliva virgen y salmón noruego, pedir una botella de Ribera cuando salía a cenar, ir de escapada a la montaña y ahorrar pensando que un día me compraría una mansión o me daría a la vida bohemia. No me caracterizaba por ser derrochón, sólo un esclavo de los pequeños placeres que procura tener dinero. Con un sueldo similar, en Madrid no tendría hueco para alegrías. Después de hacer números, me convencí de que tendría que volver a compartir piso, cocinar con aceite de girasol, rebuscar en los contenedores de los restaurantes exóticos y visitar Móstoles o Fuenlabrada si quería hacer turismo.

Desde que di cuenta de mi penosa situación, el dinero se convirtió en una obsesión. Todos mis pensamientos y conversaciones giraban en torno a él. Tenía pesadillas recurrentes en las que corría detrás de fajos de billetes que otros terminaban por arrebatarme de las manos. El ordenador me bombardeaba con propuestas encubiertas de estafas piramidales, anuncios de libros que enseñaban a hacerte rico hurgándote la nariz tumbado en el sofá y casas de apuestas que prometían enterrarte en oro o en los infiernos de la ludopatía.

Mis ojos dejaron de ver a personas. Sólo era capaz de distinguir sacos de dinero andante. Al pasar frente a unos escaparates, estos proyectaron un saco de patatas agujereado que contenía un puñado de monedas. En ese momento, un grupo de jóvenes pasó a mi lado. “Por fin estoy en el grupo de los 35K. Menos mal, estaba harto de ser pobre”, dijo uno. “Pero qué dices, chaval, eso no es nada. Yo estoy en 50K y el año que viene en 60K. A ver si me compro ya el Lexus que el BMW se cae a pedazos”, interrumpió el segundo. “No está nada mal, pero seguís siendo unos muertos de hambre. En mi empresa no hay nadie por debajo de 100K. Es que con menos a ver quién es el guapo que paga el yate en Puerto Banús”, dijo el que gastaba la posición más recta de los tres. En ese momento no descifré a qué se referían con esa extraña K. Cuando comprobé que hablaban de su sueldo y lo comparé con el mío, me entró un agotamiento súbito que me hizo no tener fuerzas para levantarme de la cama en tres días.

Antes de resignarme a pertenecer al colectivo chepudo, tenté alguna alternativa. Volví a la práctica de rebuscar monedas debajo de las máquinas expendedoras. Para mi decepción, comprobé que los días en que podías ahorrarte el café gracias a la pereza ajena habían llegado a su fin. Aunque era arriesgado, escribí a la secretaria de la empresa para pedir un aumento de sueldo, anticipos y complementos. Automáticamente, rebotó mi correo al director. Éste me advirtió que quizá con dos días trabajados era demasiado pronto para reclamar nada. Aprovechó para advertirme cortésmente de que si no me gustaban las condiciones tenía otros ciento setenta y tres perfiles de gente desesperada que estaría encantada de reemplazarme. Desde aquel incidente empecé a ser conocido en la empresa como ‘El ratón chepudo’. También estudié la posibilidad de sacarme un sobresueldo como malabarista o mimo en los pasos de peatones, pero la mafia que controlaba dichas actividades requería profesionales, cartas de recomendación y experiencia de al menos un año.

Y sin mejor opción, así fue como me resigné a vivir con lo justo en Madrid. Volví a cocinar lentejas para diez personas y comer de ella durante semanas. En lugar de abordar tugurios tres veces a la semana, pasé a hacerlo una vez. Cambié la suscripción a cinco plataformas de series por el carné de la biblioteca del barrio. Por las noches, en lugar de billetes, soñaba que corría detrás de una cometa en la playa. La chepa permaneció intacta sobre mi espalda, pero gracias a unos ejercicios para el cuello comenzó a pesar menos.

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