Relatos · Vida Moderna

El hombre pegado a una boina

En esta Navidad me han regalado una boina. Reconozco que soy una persona difícil de obsequiar. Salirse de calcetines lisos, calzones oscuros o una lata de mejillones en escabeche supone toda una osadía. Así pues, cuando recibí el paquete y palpé su silueta, un bufido sonoro me vino instantáneamente a la boca. Afortunadamente, pude contenerlo y me abracé a mi pareja fingiendo emoción. La boina estaba hecha con una lana suave de rayas con tonalidades marrones, fabricada con cariño en una fábrica de algún remoto lugar de la geografía china.

Acto seguido, puse la gorra sobre la mesa boca arriba y dije: “¡Qué preciosidad! Ya tengo lugar donde guardar la publicidad de Arepería Simón Bolívar, Hamburguesería McOrtega y Kebab Hassan”. Mi pareja gruñó y me pidió que me la probara. Aunque no tengo entradas, ni alopecia que esconder, decidí darle una oportunidad y no ser desagradecido. Craso error. En aquel momento dejé de ser yo. Me acababa de convertir en un tipo pegado a una boina.

He de decir que no me sentaba mal. Salí a la calle a dar una vuelta y enseguida noté que la gente que me cruzaba me saludaba con educación. En las tabernas me invitaban a vino y me dejaban participar en tertulias sobre literatura contemporánea y filosofía clásica. Algunos atrevidos se acercaban a mí para pedirme autógrafos, fotos o realizarme proposiciones indecentes. “Venga a mi casa, desconocido con boina, acabo de hacer un potaje de berza que quita el sentío”. “Señor con boina, mi familia estaría encantada de regalarle un caballo purasangre para que pueda cabalgar por las calles acorde a su clase”. “Oiga, el de la boina, ¿le importaría venir a comprobar la eficiencia térmica de esta entrepierna?”, me decían.

Encantado con el efecto causado, decidí dormir con la boina puesta. A la mañana siguiente, cuando me dirigía a la ducha descubrí que no me la podía quitar. Estaba completamente pegada a mi cabeza. Entonces la boina me dijo: «No te preocupes, ahora formo parte de ti«. En un primer instante pensé que la tela se me había subido a la cabeza y no le di mayor importancia.

Como de costumbre, aquella mañana pretendía declamar versos de Bécquer en el puesto de frutas y verduras del mercado. Sin embargo, la boina refunfuñó. Decía que tenía otros planes y que éstos eran inexcusables. Nos dirigimos a la zona noble de la ciudad, la cual desconocía y estaba abarrotada de bares y cafeterías con nombres impronunciables. Mis piernas se movían solas. Cualquier intento de detenerlas resultó en vano. Llegamos a un lugar llamado el ‘Café des Deux Moulins’, al cual la boina me empujó a entrar. El interior estaba inusitadamente limpio para lo que estaba acostumbrado y el camarero vestía traje, pajarita y boina francesa. La gorra pidió un vermú François Monti y unas tostas de caviar Beluga.

El local estaba abarrotado de otras personas que portaban boinas de materiales nobles, bombines de estampados elegantes y sombreros de ala ancha. El silencio sólo era interrumpido por una tenue melodía de jazz clásico y los murmullos entre los clientes y sus gorras. Como yo, supongo que nadie se atrevía a decir palabra, centrados en satisfacer los caprichos de los trozos de tela que cubrían sus cabezas.

Tras un par de horas y un abultado desfalco monetario, la boina y yo salimos tambaleándonos de la cafetería. Aunque quería ir a casa a descansar, la boina se puso violenta y me obligó a ir a otro local. “Esto no ha hecho nada más que comenzar, haz todo lo que te diga y todo saldrá bien”. No pude tan siquiera plantear oposición. En ese momento aprendí que nunca hay que desafiar a una boina.

Tengo lagunas de lo qué pasó después, aunque mi brazo atestigua un tatuaje de un sombrero de cowboy y en mi espalda uno de un porkpie de tonalidades grisáceas con un lazo azul marino. Recuerdo estar en un antro rodeado de desconocidos con barbas largas, vestimentas estrafalarias y sombreros de todo tipo que bramaban improperios e indecencias. Cuando me quise dar cuenta tenía una pistola entre las manos apuntando a un sombrero de copa. La boina me gritaba: «Acaba con él, acaba con él«.

Cuando recobré la conciencia, estaba en un calabozo. Mi abogado aseguraba que no había nada que temer. “Se trata del típico caso del trastorno de la boina. Ha tenido usted suerte, el juez parece comprensivo. No se preocupe, en unos quince años podrá volver a salir a la calle y hacer vida normal”, me dijo.

Al preguntarle por el destino de la gorra, me aseguró que lo más habitual es que estuviera en la cabeza de otro pusilánime que quisiera dárselas de moderno. Sin boina respiré aliviado, por fin podía volver a ser yo.

12 respuestas a “El hombre pegado a una boina

      1. Encantado de que te haya gustado, compañero. En mi taberna de confianza había un tipo que le apodaban Kafka, se acabó transformando en un perchero 😉 Gracias por tu apoyo, compañero. Abrazos, adelante!

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