Microrrelatos

La paz de las uñas

Mis manos acarician el metal envuelto de una frialdad reminiscente. La hoja superior del objeto describe circunferencias concéntricas empujado por la acción de mis dedos, mientras que la inferior se decanta por una pasividad desafiante. El punto de unión es una afilado saliente que dibuja una sonrisa maliciosa. Al voltear la parte superior y apretarla, los labios se cierran con un mordisco que amenaza la integridad de mi piel. Los dientes del objeto mantienen una perenne voracidad.

A pesar de su mal carácter, el cortaúñas puede llegar a ser un objeto sumamente delicado. Nunca viajo sin su grata compañía. Es lo primero que guardo al hacer la maleta. Cada cinco días y tres horas, como si fuera un ritual, lo empuño y recorto con sumo cuidado los excedentes que sobresalen de la punta de mis dedos. Su acción produce un cosquilleo en tono de amenaza para el pedazo de uña que ha quedado con vida, consciente de que su destino finalizará abruptamente cuando vuelva a desenvainar el arma. Reconozco que, a veces, acaricio el cortaúñas para infundir respeto entre mis dedos. Supongo que son cosas del complejo de inferioridad.

Me pregunto si mis uñas habrán desarrollado una cultura legada de generación en generación de uñas, si las historias de masacres son contadas desde el borde hasta la parte pegada a la carne, si el rencor contra sus amos se ha extendido como un dogma y si acaso las mías no están organizando una rebelión contra mí. Cabría no descartar la posibilidad de que si las uñas derrotasen a un ser humano puedan aliarse con sus semejantes y estar ante el principio de un mundo gobernado por estas estructuras compuestas de células muertas.

Quizá mi cortaúñas esté demasiado gastado y ya no infunda el temor de antaño. En un rato iré al supermercado y preguntaré por el cortaúñas más despiadado que haya en la tienda. De la paz de las uñas depende nuestra supervivencia como especie.

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