Hace poco más de un año quedé prendado de la lectura de Trigo limpio. Dicha novela rompía moldes y establecía un sinuoso juego entre lector y autor como jamás mi ignorancia había degustado. Tales cimientos le valieron a Juan Manuel Gil la consecución del Premio Biblioteca Breve, catapultándolo al olimpo de la literatura patria. Con esa tesitura como telón de fondo argumental, el autor almeriense publica La flor del rayo, una novela que narra las peripecias de un escritor en su errática búsqueda de una trama que escribir en clave de autoficción.
Cuando me lanzo a leer autoficción me resulta inevitable preguntarme qué parte es real y cuál es ficción. Lo admito, es una pregunta que se hacen los que tenemos el corazón roído y que emborrona el misticismo entre las páginas y quien las acaricia. En el caso de La flor del rayo los requiebros son tantos y variados que uno olvida preguntas y pensamientos para dejarse arrastrar por un flujo inagotable de palabras. Bastaron pocas páginas para que el magnetismo narrativo que gasta Juan Manuel Gil me nublara el seso, como si estuviera frente a una suerte de hipnotizador, como si fuera el tío lejano que fue a buscar fortuna a América y trata de disimular su fracaso con una célebre epopeya. Reconozco que emprendí la lectura sujetando un lápiz bien afilado, en plan amistoso, y el propio narrador consiguió arrebatarme la idea para dejarme con la boca abierta y tan solo poder murmurar «qué cabrón, qué fácil parece lo que hace». Con un osado desconocimiento uno podría tener el atrevimiento de pensar que retratar la nada es un sencillo ejercicio. Sin embargo, bajo esta novela se encierra el todo —o el casi todo— y eso es algo más difícil.
El narrador en primera persona —figura no necesariamente igual a la del autor, como pregonaba Trigo limpio— asienta cuatro enclaves principales alternados a conveniencia: la investigación sobre unos extraños hechos acaecidos en casa de su vecina, las transcripciones de las sesiones con su psicóloga, las rencillas conyugales y familiares fruto de los gajes vanidosos del escritor y las digresiones acompañadas de Boludo, perro del protagonista y portada de la novela. Gradualmente, La flor del rayo consigue sosegar el bloqueo inicial del autor y adentrarse desde la banalidad de la rutina hasta los tuétanos de la existencia. Es asombroso como Juan Manuel Gil es capaz de concatenar multitud de escenas en las que nada extraordinario parece discurrir, escarbar múltiples vías hacia ningún lugar, para desembocar en un solemne mar de esplendor y emoción. Y todo ello manteniendo un interés continuo.
Cabe destacar que además de humor fino y autoparodia, en relación a Trigo limpio, La flor del rayo introduce un hábil y dinámico uso del diálogo, lo cual construye un carácter muy personal a cada uno de los personajes. A destacar el encanto de los padres, que reproducen ese estereotipo real que tienen todos los padres andaluces. Para el recuerdo quedará la frase que asesta la madre del protagonista a su hijo: «Nuestra aspiración en la vida, la de tu padre y la mía, era que tu hermano y tú fueseis normales».
El todo y la nada, la realidad y la ficción, lo normal y lo extraordinario, con un perro y un puñado de palabras. ¡Casi nada!


Excelente y profunda reseña…Una invitación para pasar por la obra. Gracias!!
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Siempre pienso que quizá mis palabras puedan ahuyentar algún lector. Celebro que en este caso no haya sido así. A por él. Un fuerte abrazo, compañero. Adelante!
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Reblogueó esto en RELATOS Y COLUMNAS.
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Gracias por la difusión, compañero. Un fuerte abrazo, adelante!
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De nada
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