Autobombo · Vida Moderna

Mi primera feria del libro

Últimamente todos mis días son iguales. Me levanto, cambio a la pequeña E, la conduzco hacia la teta de su madre, hago café, aúpo a la pequeña E a su balancín mientras desayunamos a toda prisa, cambio a la pequeña E y el resto del día tratamos de sobrevivir hasta que llega un nuevo día y repetimos el proceso. No obstante, el último sábado había que sumar a la agenda mi primera firma en la feria del libro. Ese evento con el que fantaseamos todos los falsos escritores e impostores de baja alcurnia. Había llegado tan ansiado momento y ahora mi incordiaba lidiar con mi desdoblamiento de personalidad.

Con la camisa de escritor puesta, los bolígrafos revisados y las ojeras atenuadas, me percaté que la pequeña E me había dejado un regalo generoso, grumoso y de tonalidad amarillenta, el cual debía atender antes de partir. ¿Cuántas veces puede cagar un bebé al día? ¿100? ¿Tantos avances tecnológicos, tanto progreso científico y seguimos utilizando un sistema decimonónico para la retirada de heces? Las flores de mi estampado se impacientaban y me recordaban que en media hora debía estar en la caseta de la editorial. Envolví el trasero de la pequeña E como se haría un regalo a un enemigo y salimos madre, pequeña E y escritorzuelo disparados.

Aunque la firma estaba fijada para las 12:30, quise demorarme unos minutos para hacerme de rogar. Es algo que, como hablar de sí mismas en tercera persona, se pueden permitir las estrellas emergentes. No había ni un alma frente a la caseta. De hecho saludé a mi editor y este hizo como si no me conociera. Le pedí que dejara de tomarme el pelo y me abriera la puerta trasera, pero él insistió en que no sabía quién era. Del expositor tomé un ejemplar de El susurro de las pelusas y le enseñé mi careto, con el cual debía estar forrándose. La persistente negativa de mi querido editor me obligó a advertir a unos agentes sobre la injusticia que se estaba perpetrando. Estos me auparon sobre los libros y me introdujeron en la barraca metálica. Por fin, iba a firmar en la feria.

Existen múltiples estrategias para afrontar una jornada de firmas. Hay autores que sonríen y miran fijamente a los desprevenidos; otros que con total desvergüenza los interpelan como si fueran vendedores a puerta fría; algunos que pasan el trance leyendo otros libros y optan por salvaguardar su dignidad; y las estrellas que se rompen la mano despachando dedicatorias uniformes y sonrisas impostadas. Comprobando que no acudían ni los colegas que habían cambiado su confirmación con excusas manidas, pensé que la mejor estrategia era la de ser paciente y dejar que las masas llegarán paulatinamente. Algún despistado se acercaba a la caseta, observaba la ristra de libros, charlaba con el editor y al verme el careto pasaba de largo. En la caseta aledaña, ocupada por una editorial de autoedición, había una tal Megan O’Farrell quien se estaba hinchando a firmar. Diez minutos tardó en pesarme la indiferencia como una losa. Mi editor me contó que era una tradición en la feria que si un autor no firmaba ni un solo ejemplar, este pagaba todos los ejemplares y les prendía fuego en la plazoleta principal ante los vítores del gentío. Supongo que es una medida pedagógica.

Este detalle me obligó a adoptar una estrategia más agresiva. Cuando encontraba a algún incauto gritaba «Oiga, señor, venga aquí. Acaricie estos libros. Le garantizo que no ha tocado una novela con un tacto tan suave. Es más, no hay ningún libro en toda la feria cuyas páginas se pasen tan bien. Coges el último de Gómez-Jurado o el de Sara Mesa y las hojas se atascan. El susurro de las pelusas, no, se lo garantizo. Y por ser hoy se lo puede llevar firmado por el menda». La mayoría de curiosos huían despavoridos a mitad de discurso. Un tipo con aires de bohemia abrió un ejemplar y pasó las páginas a toda velocidad. «Un argumento interesante, pero un final previsible», sentenció. No obstante, una señora de mediana edad se acercó y se disculpó porque solo tenía dinero para un libro. Aprovecharía que Rosa Montero estaba firmando para llevarse La ridícula idea de no volver a verte. Traté de persuadirla para que no lo hiciera contándole que en realidad Montero era una mala persona, que no separaba la basura y que conocía algunas intimidades escabrosas sobre la escritora. A la anónima lectora pareció interesarle mi parecer y continúe el relato añadiendo que durante un periodo viví alquilado en el cuartucho de la limpieza de Rosa Montero, que había ejercido de su jardinero y su negro, escribiendo seis de sus últimas novelas, a cambio de la promesa de convertirme en un autor de renombre. La mujer asentía asombrada a mi inventiva. La tenía en el bote. No me iría de vacío de la feria. No obstante, ella me dejó su teléfono y me pidió que la llamara. Si me encargaba de sus juanetes y limpiar su mansión, me convertiría en una estrella de la literatura. Su nombre era Espido, me confesó.

Los minutos pasaban y la estrategia del tacto y el olor seguía sin dar resultado. Con un chasquido de dedos y una sonrisa perfecta Megan O’Farrell era capaz de pescar a cualquiera. A mí me encasquetó su bibliografía completa. Luchando por revertir mi destino, recurrí al clásico y penoso recurso: el corporativismo entre autores. Salí de la caseta y recorrí toda la feria buscando a otros escritores apátridas. Dieciséis volúmenes me llevé: novela histórica, negra, cómic, relatos, microrrelatos, nanorrelatos, autoficción, autobiografía, autoayuda, autorretrato… Todos ellos muy amables a la hora de la firma, pero ninguno de ellos acudió a mi encuentro. También es cierto que quizá se me olvidó contextualizar mi compulsividad e informar a mis colegas de mi condición, caseta y propósitos. Son pequeños detalles, pero hacen la diferencia.

Cuando ya empacaba mis bolígrafos sin estrenar y mi editor preparaba la factura y la caja que en breve ardería para decepción merecida de mis ínfulas, apareció una señora de edad avanzada. Tomó uno de los volúmenes de El susurro de las pelusas y me pidió que se lo dedicara a Paula, que sería un regalo muy especial para su nieta adolescente. Al referirse a mí como Bluyin comprendí que la pobre mujer me había confundido con Blue Jeans. En cualquier caso aquello contaba. No me iría de vacío. Entonces me di cuenta de que no sabía qué se suponía que debía escribir. ¿Un agradecimiento? ¿Un haiku? ¿Un refrán? «Estimada Paula. Espero que esta lectura sea muy muy chuli. Blue Guadalmedina». Le entregué a la señora el libro mientras esta pagaba. En lugar de irse a disfrutar de su regalo, la mujer revisó la dedicatoria, algo que jamás se debe hacer frente al autor. «Disculpe, señor Bluyin, pero aquí hay un pegote amarillo. Diría que es caca de recién nacido», dijo la anciana mientras mostraba el ejemplar. En efecto, allí estaban los restos biológicos de la pequeña E estampados sobre el papel. Con los nervios y las prisas había olvidado lavarme las manos.

La anciana devolvió el libro y se retiró a buscar a otro de las decenas de puestos donde suplantadores de Blue Jeans hacían su agosto. En lo que a mí respecta, mi editor me obligó a adquirir el ejemplar de El susurro de las pelusas sellado con las deposiciones de la pequeña E. Después de una dura negociación, este admitió que aquello contaba técnicamente como una firma y que daría otro uso más noble a mis libros. Probablemente calzando lavadoras o mezclada entre alpiste para loros. Tras la firma cogí mi mochila llena de libros de autores desconocidos que jamás leería, la bibliografía de Megan O’Farrell, y fui a dar con la pequeña E y su madre. Triunfante me retiré de la feria a retomar la uniformidad en que se había convertido mi vida. El bochorno siempre puede ser mayor.

17 respuestas a “Mi primera feria del libro

  1. Pues a mi entender lo que no te ha acompañado es la camisa que llevas puesta, jaja…pero que ya que nombras a tu pequeña E (mi pequeña más pequeña ya superó la década), viendo tu fotografía, y sabiendo que mis camisas como las tuyas no ven la luz hace años, debo ser algo mayor. Todos hemos pasado por momentos así, y los seguimos y seguiremos pasando. Pero es como los buenos vinos, ya sabes, los mejores son de autor y de pocas botellas. Un colega me a dicho alguna vez, uno escribe para uno mismo, si luego alguien te lee de tu familia, vaya que ya vas al éxito, ni imaginar si un desconocido pasa la lectura de la segunda hoja!. He recordado la máxima de mis desilusiones, allá por el 17, me invitaron a una feria en La Habana, Cuba. Siendo yo argentino (y campéon del mundo, ja) imagine sería recibido como el heredero del Che. Ocho meses preparé mi magistral presentación en la tierra de Martí. Palacio del Segundo Cabo el lugar, un sitio colonial, en la parte vieja, a orillas de la bahía…que emoción…el sonidista me había anticipado que no haría falta sonido, con mi voz y sin levantar el tono sería suficiente. Decí que estaba el sonidista, lo cual evitó que estuviera solo. Le he hablado de mis historias literarias a más de una veintena de paredes de afamados centros de convenciones de Buenos Aires. Hasta que me llegó el galardón que presumía llegaría…»Libro menos vendido de la historia» y el codiciado «Autor menos leído del siglo»…En los próximos días estaré en la Feria del Libro de Buenos Aires, y esta vez no me embroman, ya me he asegurado la presencia de mis hijas, dos tías de 90 y 97 años, un primo que de paso quiere que le firme un trámite de herederos y de mi editor, que busca hace rato que le pague la última cuota del ultimo libro…Así que ya vez, el tema es esa camisa colega, jaja. Abrazo!!

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    1. Me ha divertido mucho tu sucesión de anécdotas, aunque me ha causado mucha envidia eso de ir a Cuba a hablar de la obra propia, una tierra que estimo mucho y a la que me gustaría regresar. En cuanto a las ferias y todas las caretas, deberíamos de unirnos los autores apátridas y compartir todos nuestros trucos. Suerte en la feria, aunque con semejantes mimbres tienes el éxito asegurado.

      Un fuerte abrazo, adelante!

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  2. Ferias, presentaciones y firmas de libros, dedicatorias y otras poses… A veces la cagamos «figurativamente» y el bochorno lo llevamos durante días, semanas, meses… Hasta que lo olvidamos y aceptamos la siguiente invitación.
    Te saludo, Rafalé… Y para la próxima, unas gotas de gel antibacterial en las manos del personaje, antes de comenzar la faena, y ¡listo!
    P. D. Entre la crónica y la ficción, en la vida del escritor (legítimo o seudo) hay apenas un brinco.

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