Una mañana, me levanté antes que el sol y marché de casa con lo puesto, dejando una escueta nota para Valeria. «No quiero morirme sin saber qué hay ahí fuera», decía. Me enfilé raudo hacia la estación y compré el billete del primer autobús que partiera al extranjero. Los caprichos de los horarios me propusieron Bucarest como destino y un viaje en el que tendría tiempo más que suficiente para pensar qué hacer. El autocar estaba repleto. El equipaje se amontonaba desafiando las leyes de la gravedad. Algunas gallinas y conejos trataban de camuflarse en el barullo. El compañero que me tocó al lado gozaba de una masa corporal imponente y un olor corporal que desprendía cierto espíritu de relajación. Además de ocupar su asiento, sus dimensiones hicieron acopio de más de la mitad del mío. Sudaba a borbotones y apagaba el calor bebiendo una tras otra lata de cerveza. El tipo viajaba acompañado de un instrumento musical que guardaba celosamente en una funda de piel. Tan sólo en sus frecuentes visitas al baño se separaba de él, pidiéndome que lo protegiera entre mis brazos como una madre envuelve con su calor a su cría.
Lo peor de llevar a cabo una huida hacia ningún lugar no es la incertidumbre que esta conlleva, sino que la primera decisión que tomes será la más desastrosa. Tras treinta y ocho horas de un recorrido infernal, deshidratado y hambriento, paramos en una estación de servicio a la altura de Ljubljana, capital de Eslovenia. Estaba tan hastiado que decidí que correría mis primeras aventuras en aquel país del cual no tenía ni la más remota idea dónde estaba ubicado. Mientras mi compañero evacuaba por enésima vez, emprendí mi marcha con el instrumento misterioso entre mis brazos. Cuando tuve el autobús fuera de mi alcance visual, abrí la funda y descubrí un violín de madera agrietada y cuerdas gastadas. Bajo el violín había varias bolsas de plástico transparente que contenían decenas de pastillas de colores y polvos blancuzcos, de los cuales me deshice lanzándolos al primer contenedor que encontré.
Desde bien pequeño mi padre me había inculcado el gusto por la música. Tomé clases de guitarra española y llegué a hacer mis pinitos como guitarrista rítmico y corista en Supervirgin, el grupo de rock de la parroquia del Cristo Soberbio. Tras meditarlo a conciencia durante diez segundos, me convencí de que no debía ser tan difícil dar el salto al violín, el niño mimado de la familia de las cuerdas. Así que comencé a tocar a la vez que me adentraba en el casco antiguo de Ljubljana. Para mi sorpresa, las cuerdas frotadas por el arco trazaban melodías que por momentos se me antojaron mágicas. Por un instante creí convertirme en la rencarnación de Paganini y que de seguir así pronto acudiría el diablo a ofrecerme un pacto. La población eslava caería rendida ante mi talento desaforado.
¿Podría ser que la curiosidad y la casualidad se hubieran dado la mano para brindarme la vocación que haría de mi vida un cúmulo de dichas? Ni mucho menos. La realidad siempre acude a tiempo para derribar cualquier ensoñación. Continuaba con mi apasionado concierto, cuando empecé a escuchar murmullos que paulatinamente se tornaron en sonoros abucheos, insultos, zarandeos, salivazos y algún que otro lanzamiento de piedras y alpargatas. De pronto alguien se apoderó del violín y lo lanzó al río entre vítores y aplausos. Mi prometedora carrera como solista se había visto fulminante y violentamente truncada.
No derramé una sola lágrima, no me dejé llevar por la rabia. Me hice fuerte y me prometí seguir con la búsqueda de experiencias y quizá, con un poco de suerte, de mí mismo. Como había salido con lo justo por las prisas, no disponía de dinero para echarme un pedazo a la boca o alojamiento en el que seguir cavilando. Al atardecer opté por aprovisionarme de unos cartones abandonados. Un par de indigentes con rostro amable se resguardaba del frío con bidones de gasolina ardiendo en medio de un descampado al que el azar me condujo. A pesar de la barrera idiomática y mis dudas sobre las intenciones de aquellos desconocidos, me acerqué hasta ellos y estos me acogieron en su grupo. Extendieron unas latas de conserva, unos tragos de un licor que rascaba la garganta y compartieron conmigo unas carcajadas que me permitieron sobrevivir un par de noches.
El interrogante sobre qué camino quería emprender seguía flotando en mi mente. «¿Qué hubiera hecho Sebastián en mi lugar?», me preguntaba. He de confesar que nunca he sido excesivamente despierto. De niño me costaba horrores resolver adivinanzas, jeroglíficos, juegos de lógica o montar un puzle de más de diez piezas. Supuse que encontrar una respuesta a esta encrucijada existencial requeriría un tiempo razonable. Lo mejor de ser honesto con uno mismo es que no pierdes el tiempo asimilando eventuales decepciones o maquinando excusas estériles.
Cuando todo apuntaba a que pasaría mi tercera noche en la espiral de la indigencia complaciente, vi pasar un carromato que anunciaba la llegada de un esplendoroso circo de origen búlgaro. Equilibristas, acróbatas, tragasables, domadores de fieras y payasos se reunirían para ofrecer a la capital eslovena un espectáculo sin parangón. Dado que el arte circense me fascinaba —de niño había acudido junto a mi abuela Hortensia a un circo que montaban en el pueblo—, me envalentoné a solicitar trabajo. No debía ser tan difícil hacer de payaso cuando no existía una carrera universitaria que enseñara los rudimentos y entresijos del oficio, cavilé asombrado por lo aplastante de la lógica.
Me presenté con arrojo ante el director, un hombre escuálido y arrugado que se hacía llamar Vasil Balaev. El hombre no debía superar el metro y medio de estatura. Además de director, era tesorero, director del departamento de recursos humanos, conductor del carromato, técnico de luces y hacía también las veces de hombre bala, su verdadera vocación. Hinché el pecho y saqué de mis adentros una quebradiza voz grave. Intercambiamos palabras en una suerte de híbrido entre español, búlgaro y un compendio de señas universales. A continuación, Balaev me trasladó una propuesta razonable para unirme a su espectáculo que acepté sin pestañear. A cambio de techo y comida, estaría a prueba ocupándome del cuidado de las fieras.
El transcurso de mi camino fue un tanto árido. No obstante, el hecho de no tener expectativas hizo que no reparara en ese detalle en ningún momento. Creía estar viviendo la vida de un legendario aventurero, sin amos y sin patria. Para mí, eso era más que suficiente. Mis cometidos con los animales eran agotadores y variados: desde sacarle brillo a los dientes del león hasta masajear las patas del decrépito elefante, pasando por ejercer de psicoanalista para cocodrilos y serpientes o de terapeuta matrimonial para la pareja de chimpancés. Por fortuna, para eventuales complicaciones —mordiscos, extracciones de veneno o aplastamientos—, contábamos con Karen, la mujer barbuda, quien había adquirido sólidas nociones de medicina a través de un concienzudo visionado de Jurassic Park.
Al concluir las funciones, el circo se convertía en un jolgorio corrosivo con el que saciar la sed de vida: los trapecistas se retiraban a dormir hasta la siguiente actuación, los payasos tenían un humor que era mejor ni mirarlos, los domadores bebían aguardiente hasta caer redondos sobre la pista y el señor Balaev se lamentaba de haber conseguido una paupérrima recaudación y amenazaba con racionarnos, aún más si cabe, la distribución de víveres. Entretanto, trataba de estrechar relaciones con una joven tragafuegos, Jelena. No obstante, después de intimar y probar a besarla, su aliento abrasó mi mejilla derecha y acabé unos días ingresado en un centro para tuberculosos localizado en la estepa bosnia.
El circo giraba por unos Balcanes aún asolados por la guerra, el odio entre hermanos y los bombardeos directos al corazón de las ciudades, con las heridas de la muerte y el rencor en carne viva. Tratábamos de traer la risa y la diversión a las grandes ciudades y los pueblos minúsculos, a niños y ancianos, pero en nuestros corazones sólo había pena y desilusión.
Mientras recorríamos la Voivodina, al norte de Serbia, nuestro elefante cayó enfermo y las atenciones de la mujer barbuda no pudieron evitar una muerte agónica. Nuestro número estrella, aquel animal mastodóntico bailando ‘La Macarena’ y ‘La Lambada’ sobre un taburete, se caía definitivamente del cartel. Entonces, el señor Balaev me encargó la misión de viajar a la India y conseguir un elefante joven que tuviera carisma, maneras refinadas y que dominase el serbocroata y se defendiera con el búlgaro. Tomé su dinero y prometí reintegrarme en Hungría montado sobre el nuevo elefante, tras unos treinta días de expedición. Por supuesto, nunca volví. Mi periplo en el mundo del circo acababa de concluir. Había decidido empezar una nueva vida amparada por el azar.
*Continúa aquí
Parte I del relato aquí
Este relato fue Tercer premio IV Concurso de Relatos Breves Ecoparque de Trasmiera
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