Tras una serie de espontáneas apariciones que no por divertidas vienen al caso, Raymond Carver tuvo a bien sugerirme un par de autores mientras escalaba su Catedral. Uno de ellos fue Colette, con la cual me introduje en la brevísima e irreverente Gigi, y el segundo fue Jack London. De su vasta biografía, enseguida me decanté por Colmillo Blanco, pues, con bastante mala leche, éste era el mote con el cual se conocía al director y cura del colegio por el que pasé mis últimos años de adolescencia. Dudo que nadie de los que reía con aquel apelativo hubiera leído la obra homónima, pues el colegio prefería los manuales religiosos y la autoayuda encubierta, aunque es posible que sus creadores hubieran visionado alguna de sus adaptaciones cinematográficas. Se trata Colmillo Blanco pues de una novela clásica de aventuras, típicamente recomendada para lectores jóvenes, colmada de un conglomerado de reflexiones profundas y aún vigentes.
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