Tras un año y medio residiendo en la capital, por fin sucumbí al musical de El Rey León. Tengo varias excusas, a cada cual más barata, para justificar una nueva deshonra a mis principios.
En primer lugar, lo hice en homenaje a mi condición de provinciano. Es casi imposible que la gente de provincias pase por Madrid sin hacer el combo de paseo por el Retiro, Museo del Prado, bocadillo de calamares en Plaza Mayor, vermú del que rasca a precio de oro, cola para comprar un décimo en Doña Manolita y El Rey León. También lo hice por insistencia de mi pareja, quien había venido a Madrid a pasar conmigo un finde romántico y le daba vergüenza regresar y revelar que no había visto a Mufasa y Simba. Supongo que mis reticencias por los fenómenos mainstream son dignas de estudio. Dejé de ver Juego de Tronos por la insistencia de la maquinaria comunicativa, abandoné a Rosalía después de que publicara su primera maqueta y no he querido saber nada de Elvira Sastre desde que dio el salto de los blogs a las grandes editoriales. No obstante, la edad me ha hecho no ser esclavo de mis propias estupideces y así, junto a mis reticencias y prejuicios, fuimos al Teatro Lope de Vega a ver El Rey León como dos enamorados. Ahora entiendo a todos los que dicen que es un espectáculo increíble. Incluso doy la razón a los más entusiastas. Yo también pagaría por ver el show una y otra vez.
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