Microrrelatos

Nueva civilización

Oigo un rumor incesante procedente del baño. Desconcertado, registro cada rincón y cada enser. Al coger el cepillo de dientes se intensifican los murmullos. Observo una superficie compacta de tono verdoso sobre el cabezal. En él se ha fundado una nueva civilización de bacterias. Su minúsculo líder se acerca hasta mi posición y, tras una leve reverencia ante su creador, inicia un discurso en el que promete paz, trabajo, igualdad y prosperidad. Sonriente, asiento con la cabeza. Es hora de cambiar el cepillo.

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Si eso

Pasados los cuarenta, me acabo de dar cuenta de que no he hecho nada. Nada que merezca la pena, se entiende. Bueno… ¡Miento! He honrado a la autocomplacencia y a la procrastinación como nadie nunca lo había hecho. Creí que el tiempo era infinito y que podría culminar mis objetivos más adelante, cuando me asaltaran las musas, me abrazara al sosiego y me susurrara la inspiración. Pero, nunca es buen momento. Quizá he sido un poco optimista. O tampoco tanto, sólo me propuse generalizar la teoría de la relatividad, escribir una novela que traspasara las fronteras de la literatura universal, formar una gran familia y hacer carrera en un partido político para transformar la realidad.

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De pajas y vigas

Juanma Montes es un hombre que se desvive por los demás. Como cada mañana, se asoma a la ventana y observa los movimientos del vecino de enfrente mientras refunfuña. «¡Habrase visto semejante descaro! A éste lo que le pasa es que está embrutecido. Con el dinero que gana y tiene la casa que parece una leonera». Una sucesión de taconeos sobre su cabeza capta súbitamente su atención. “Ya está, la que faltaba para el duro”, se dice Juanma Montes con tono derrotado. “Ésta seguro que viene de hacer la noche. Desde aquí huele a rímel y cipote. ¡Córtate un poco, carayegua!”, grita con el cuello retorcido hacia arriba. A continuación, ve pasar en la calle a un grupo de chicos subsaharianos que van hacia la escuela. “Qué asco de gentuza. Entre estos, los chinos, los panchitos y los moros se están cargando el barrio. Y además a éstos les mantenemos nosotros con nuestro dinero. ¡Putos traidores que tenemos en el gobierno!”

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Microrrelatos

Cervezas belgas

Antes de que caiga el atardecer es tradición en Gante regar el gaznate con zumo espumoso. Grupos de ancianos, jóvenes y parejas se reúnen en terrazas, plazas y los márgenes del río a brindar por la existencia y olvidar penas. Algunos beben del envase de vidrio, otros de vasos que describen las formas más inverosímiles para realzar el amargor, el aroma a cebada o el dulzor del tostado, según la cerveza.

Después de una ingesta generosa de rubias, negras y morenas, entro al aseo a aliviar la vejiga. Me topo con el espejo y encuentro a una suerte de asno, con mirada perdida, dos orejas colgantes y unas palas que quieren salirse de la boca. Vuelvo a la planta principal, en la mesa de al lado hay dos perros que miran sus cervezas de reojo y bajo mi mesa hay un cochino que se revuelca en la cerveza que ha caído de las jarras. Un cocodrilo llena cervezas sin parar ajustando la proporción de espuma. Me debato entre volver a mi pensión o seguir la juerga con el riesgo de acabar nadando desnudo en el canal. Decidido, rebuzno hacia el cocodrilo. «Camarero, póngame una alpaca de paja para acompañar».

Microrrelatos

La paz de las uñas

Mis manos acarician el metal envuelto de una frialdad reminiscente. La hoja superior del objeto describe circunferencias concéntricas empujado por la acción de mis dedos, mientras que la inferior se decanta por una pasividad desafiante. El punto de unión es una afilado saliente que dibuja una sonrisa maliciosa. Al voltear la parte superior y apretarla, los labios se cierran con un mordisco que amenaza la integridad de mi piel. Los dientes del objeto mantienen una perenne voracidad.

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Microrrelatos · Vida Moderna

El mundo real

Juanín Solente viaja en cueros en el metro. Ningún pasajero advierte su desnudez, pegados éstos a las pantallas de sus teléfonos móviles. Juanín Solente medita cuál será su próximo reto, el que evidencie que a nadie le importa el mundo real. Desangrarse en una plaza concurrida bajo la atenta indiferencia parece buena idea.

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El pasado siempre vuelve

El pasado siempre vuelve. Hoy, al volver a casa, me he encontrado a mi yo de dieciocho años tumbado en el sofá. Estaba famélico y apestaba a aguardiente. Tenía los pies descalzos y vestía con un saco de patatas remendado. Con lo que quedaba en la nevera, unos huevos caducados, una lata de callos en conserva y un plátano ennegrecido, le he preparado un revuelto de supervivencia.

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cuarentena · Microrrelatos

Control proverbial

El carné de identidad y el billete temblaban en mis manos. Una hilera de policías custodiaba el acceso a los andenes.

—¿Hacia dónde se dirige, caballero? —inquirió un agente con tono autoritario.

—Mmm… Eh… —comencé a titubear. ¿Cómo no haber pensado un discurso convincente? Entonces recordé una cita que había leído en el aseo de un tugurio de mala muerte—. «Nadie es dueño de su destino, sólo somos polvo en suspensión esperando echar a volar».

—Adelante, ¡tenga buen viaje!

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Microrrelatos

San Valentín en la dehesa

Siempre había detestado San Valentín hasta que conocí a Amanda. Junto a varios centenares de ejemplares uniformes de nuestra especie, habitábamos hacinados en una granja enclavada en las profundidades de un bosque de encinas y alcornoques. Amanda era especial. Se contoneaba por la dehesa con movimientos refinados y demostraba una voracidad excepcional en otoño, durante la época de bellotas.

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Madrid · Microrrelatos

Reflejo de nieve

La nieve tiene el don de reflejar lo que somos. Al caer los copos, la muchedumbre, ávida de estímulos, corea la novedad y se echa a las calles con el propósito de consumir todo el líquido blanco antes de que otros lo agoten. Al poco tiempo, la nieve comienza a incomodar. Resbalones, coches atrapados, supermercados vacíos y la imposibilidad de pedir pizza a domicilio hacen que nuestras costumbres se tambaleen. Cuando la nieve se transforma en hielo, brota la frustración y la rabia, recordándonos que en algún momento sacrificamos la capacidad de adaptación a cambio de lavavajillas y secadora. Si de un juguete se tratara, bajaríamos al trastero y encerraríamos a la nieve para siempre. En su última fase, emerge el gusto por la autodestrucción y el bochorno, mientras participamos en sesudos debates en busca de culpables o sobre teorías que desafían la termodinámica.

Quizá los restos de nieve reflejen nuestro porvenir. En ellos sólo florece basura.

Microrrelatos

La disyuntiva

Día tras día me persigue la misma disyuntiva. Aunque no emplea técnicas de persuasión, tarde o temprano obliga a tomar una de sus dos alternativas. Algunos ya lo hicieron y ahora disfrutan o maldicen su decisión. Los primeros pasean con gesto de suficiencia. Me observan como si fuera transparente y mis palabras apenas consiguen rozarles. Los segundos se mueven atropelladamente, angustiados por la crudeza del reloj y despotricando contra su propia finitud. Se juran que un día cambiarán de decisión. Sin embargo, nadie ha podido redoblar la disyuntiva.

Paseo sobre las lindes de la disyuntiva. Me debato entre ser acunado por los brazos del cinismo o resistir y acabar devorado en cualquier callejón. Entonces, cuando estoy a punto de decidirme, me pinto la cara y me enfundo el disfraz de payaso. Me acerco al parque, me alzo sobre un banco y grito: «Hoy no voy a decidir, mañana ya veremos». Momentáneamente, la disyuntiva desaparece.

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El otro Diego Armando

Se hacía llamar Diego Armando. Lo conocí cuando era un chaval. No era una persona cualquiera, era un hombre pegado a una bota de cuero. En ella maceraba un brebaje mágico compuesto por restos de latas, botellines y cartones que encontraba por el suelo. Aunque decían que era de Chiclana, gastaba un marcado acento porteño. Paseaba por el barrio luciendo una peluca de rizos negros y un chándal roído por el tiempo y el genio. Acostumbraba a detenerse frente a las cuadrillas de chavales a pedir priva. A cambio rememoraba algunos pasajes de su célebre existencia. Narraba con emoción aquella vez en que Dios le ayudó a eliminar a Inglaterra en el Mundial. Después echaba a correr por el césped y daba un enérgico brinco para celebrar su gesta. También solía hablar de sus visitas a Fidel Castro, al que se refería como el profeta, confesando que éste era capaz de convertir el agua en vino y devolver la visión a los ciegos. Se despedía abruptamente con la excusa de que tenía que ir a entrenar a Boca o comentar un partido para la televisión.

Las últimas veces que topé con Diego Armando estaba muy venido a menos. Acompañado de su inseparable bota de cuero, se quejaba del trato que le daba la prensa, de sus desengaños amorosos y de las facturas que le estaban pasando los excesos. Repetía que sólo quería descansar y reunirse con el de arriba. Desde ayer, los dos Diego Armando corren la banda izquierda del Cielo bajo la atenta mirada de Dios.

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Pesadillas pandémicas

Como de costumbre, salí a la calle para dirigirme al trabajo. Enseguida noté que la gente con la que me cruzaba me observaba y cuchicheaba. De repente, un desconocido se abalanzó sobre mí y me increpó: «Maldito terrorista, deberías andar preso». En un ágil movimiento me zafé de sus enormes brazos y conseguí subir a un autobús que pasaba. Sin embargo, al verme, el conductor se alteró violentamente y no me dejó pasar. Consternado, busqué una calle donde refugiarme y pensar. Me miré en el reflejo de un escaparate y di cuenta de que no llevaba mascarilla. Quise volver a casa a toda prisa, pero ya era demasiado tarde. Diversas patrullas de policías se dirigían hacía mí cerrando cualquier escapatoria, incluido un helicóptero que exigía que me entregara. Me pudriría en la cárcel por haber olvidado la mascarilla.


En aquel momento, sentí unos golpes en la espalda y desperté. Todo había sido una horrible pesadilla. Me había quedado dormido en mitad de una reunión con unos inversores asiáticos. Era mi turno. Me levanté para intervenir y descubrí que estaba desnudo. Horrorizado, me llevé una mano a la boca y respiré aliviado. Por fortuna, llevaba mascarilla.