Reseñas

Arroz y tartana — Vicente Blasco Ibáñez

Ay, don Vicente, intuyo que estas líneas no serán de tu agrado. Desde que sentí una súbita atracción mientras leía La barraca, tuve la necesidad de desentrañar los encantos que encierran tu bibliografía. Me hice el remolón por un tiempo, pues acostumbro a espaciar a los autores, que luego se confunde la cortesía con las caricias. Compréndalo, no es algo personal. El caso es que hace poco encontré tu Arroz y tartana haciéndome ojitos desde una balda de biblioteca y no me pude resistir. Tus defensores sostienen que es de tus mejores obras, que se encuadra en tu narrativa más comprometida contra la injusticia, la desigualdad y la estupidez. No citaré a tus detractores, no quiero hurgar en la herida. No obstante, con todo el dolor de mi corazón, te diré que me ha decepcionado.

Don Vicente, te diré que casi ciento treinta años después, la crítica que mana de Arroz y tartana sigue vigente. El valor de las personas aún se mide por el tamaño de su cuenta corriente o por la apariencia que sean capaces de proyectar, unido a otras nuevas medidas promovidos por los desarrollos tecnológicos que nos describen como una sociedad profundamente aletargada y distanciada de la sencillez y honestidad que promulga el blasquismo. Los cantos de sirena de los bolsistas podrían ser parangonadas hoy en día con los criptobros, su necedad piramidal y su diarrea motivacional. Tu relato construye una doña Manuela y un Juanito obsesionados por retener su estatus de burgueses, con una sucesión de desdichas que ahondan en su avaricia y falta de escrúpulos en contraposición con la honradez y la rectitud del tío Juan. Con estas premisas Arroz y tartana se convierte en una sucesión de discusiones moralinas que, con todo el debido respeto, se me hicieron un tanto repetitivas y quizá simplonas. Algunos de tus colegas te han justificado esgrimiendo que el formato inicial era la publicación en folletín y que había que dotar de una ideología popular a sus lectores.

De hecho, varias veces me planteé que este viaje en tartana no requería tales alforjas, que si hubiera sido un relato más modesto tampoco hubiera desmerecido. No daré pábulo a los miserables y envidiosos que critican tu valía como narrador, pues en Arroz y tartana sacas músculo de tu faceta de fotógrafo con palabras, de retratista de las clases sociales que conformaban la Valencia de finales de Siglo XIX, una de sus principales bondades. También le digo, don Vicente, rara es la obra de naturaleza costumbrista que no es capaz de inmortalizar la idiosincrasia y costumbres de sus gentes. No se moleste, don Vicente, pero hubo un momento en que dudé de su riqueza léxica con el uso y el creciente abuso de las derivaciones de obscuro. Ojos obscuros, noches obscuras, obscura moralidad, obscuridad como modo de vida, ¡qué obscuro todo!

Sin lugar a duda, Arroz y tartana maravilla con la potencia de alguna de sus imágenes, el simbolismo de esa falla ardiendo como lo hace la ambición en mano de pusilánimes que aspiran a un golpe de suerte. No por su previsibilidad, adolece de fuerza el final de las desdichas de Juanito y doña Manuela, don Vicente. Sin duda la muerte es el destino de todos las ínfulas, del egoísmo y de la ignorancia, sino en vida, lo será la muerte del alma, es decir la moral. Aunque no creo que nos volvamos a escribir en un tiempo, le tengo en gran estima, don Vicente.

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